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jueves, 6 de enero de 2011

Rubio de ojos verdes

El chico que se esconde en el rincón de la disco gay, hace meses que no tiene trabajo, años que es más pobre, que una laucha pobre. Toda una vida que no es feliz. Ya no recuerda desde cuándo sobrevive gracias a la bondad intermitente de su madre viuda y pensionada, algunos trabajitos menores, y un plan social ínfimo, que apenas le permiten trasladarse en su búsqueda infructuosa de un empleo, o ingresar a Internet donde algunas las noches durante un rato largo, entra a un chat de osos.

Entra a ese chat porque le gustan los osos, lo calientan, le dan ternura. Se siente protegido por esos hombres más grandes que él, más gordos, más fuertes y más peludos. Sabe que su único capital, en un mercado sobre ofertado de cuerpos perfectos, o musculosos, son esos ojos verdes inusualmente grandes y ese pelo rubio desprolijo y rebelde que no sabe de qué antepasado supuestamente eslavo heredó, como su nombre, Esteban.

Pero el no es eslavo, ni excepcional, es un chico común, un poco loco, un poco nostálgico, un poco raro. Además, en ese sector demasiado humilde de los suburbios de la gran ciudad donde vive, tiene el atrevimiento de ser gay. Porque eso es una demostración de coraje, un acto de arrojo, un desafío a las costumbres establecidas. Una provocación que suele pagarse muy cara. Un desafío que genera persecución. En González Catán, Aldo Bonzi, Merlo, hay que tener unos huevos enormes para ser puto. En esos lugares se puede ser pobre. Se puede ser desempleado. Se puede ser loco, raro y nostálgico pero cualquiera de esas cosas y además puto, eso sí que es un escándalo.

Alguien, un poco más gordo que él, un poco más alto y algo más pudiente le regaló ese pantalón que encogió con el lavado y que se le mete en el culo, le marca las nalgas de ese culito que enciende más de una mirada. El bulto no se luce tanto pero él sabe que en el reparto de vergas no salió tan perjudicado. Otros flacos con menos pija y no demasiado lindos, saben hacer valer sus atractivos. Pero él se esconde en el rincón. Ahí donde la luz tenue de la discoteca, disimula los defectos, esconde la tristeza, transforma las muecas en sonrisas, cubre la sencillez de su ropa, la antigüedad de sus zapatillas, sus finos bigotes inexplicables. En algunos rincones de la sala, enormes pantallas muestran un video porno interminable en el que un tipo tatuado musculoso y con cara de drogado, chupa la pija de un negro, una pija descomunal que tarda horas en reaccionar.

El chico de los ojos verdes, Esteban, no los mira: sabe que todo eso es ficticio y él solo tiene ganas de bailar pero no encuentra con quién: nadie que lo invite a mover ese cuerpo joven y sexy, que el pantalón regalado le ciñe al y le amarra el culo como una segunda piel.

Quisiera fumar un cigarrillo pero está prohibido, tomar una copa pero no tiene dinero, disimular su soledad hablando por el teléfono celular pero no tiene crédito. Dos muchachos tomados de la mano lo empujan sin querer hacia la pista y de pronto se siente enredar en las cortinas pesadas y cuando recupera la movilidad, un muchacho algo mayor que él, un osito de anteojos de fuerte aumento pasa a su lado con un vaso de una bebida energizante. Se miran, apenas un segundo pero como no se reconocen siguen cada uno su rumbo. El se queda pensando, tratando de recordar si lo conoce de alguna parte. Pero no, no se han visto antes.

Esteban va al baño auxiliar, al que casi nadie va, porque "la acción" está en el otro, en el más grande que enfrenta la pista: allí las sombras se fusionan, se aprietan, se manosean y desnudan. Allí es donde la noche se hace sexo de fricción, líquido y anónimo. Pero no para él. El va al baño auxiliar, aquel que usan los verdaderamente apurados por vaciar sus tripas. Pero el apenas si moja su cara, quiere vencer el sueño, con el agua fría que recorre sus mejillas, sus ojos, sus manos que tiemblan. Cierra los ojos por un momento.

12 años antes, en un lugar oscuro del conurbano más miserable de Buenos Aires. "No va a doler, si dejás de moverte te va a doler menos, pibito, ya va a pasar el dolor, cuando entre en tu culito, va a dejar de dolerte, te va a gustar, no llores, no te muevas, así quedate asi, quietito……" La voz del hombre que lo viola resuena en el descampado, es una noche de tormenta entre los matorrales cerca de la casa de su abuela. Pero más que la memoria del dolor , de la humillación y del despojo, el niño de ojos verdes y cabello rubio retendrá por mucho tiempo la amenaza final, la advertencia del violador, si le contás a alguien, te mato….. Desde entonces ha vivido con miedo.

Sábado 4,30 a.m. La misma disco "gay". A veces el chico de ojos verdes se pregunta si ese ultraje lo hizo puto, o si la historia venía de antes, o si estuvo siempre. Pero nada le quita la rabia, las ganas de matar al hijo de puta que lo violó a los seis años. Nada le impide olvidar las mentiras que inventó para esconder en un pocito hecho con una pala de playa, el calzoncillito manchado de sangre y de semen.

Sus recuerdos son interrumpidos por "El Naso", un tipo narigón, un hombre entrado en años y carnes, que lo invita a tomar una copa. Es un tipo muy feo, tan feo como amable, que conoció allí hace tiempo y que siempre le propone a compartir algún trago, sin esperar nada después. Lo nota demacrado, viejo, como si el tiempo se hubiera adueñado de su cara desmejorada, pálida, surcada de arrugas, sus ojeras, la confirmación de la decadencia. Algún sábado no volverá el narigón, lo presiente, pero aleja ese pensamiento de su cabeza confundida. Llegan a la luz y sus ojos verdes brillan, sus pupilas se dilatan y con el primer trago de alcohol, siente unas ganas locas e incontenibles de bailar, de salir a la libertad. Cuando se dirige a la pista con el narigón, otra vez se le aparece el "osito" de antes, el de lentes gruesos, y se miran. Y sus ojos verdes se acarician con los ojos café del osito, unos ojos tristes como los suyos, ojos de perro mojado y molido a golpes, pero es sólo un momento. Dos desconocidos se acarician por un instante con los ojos y siguen sus caminos. El osito va hacia el bar y el muchacho de ojos verdes a la pista de baile. Vuelven a ser dos extraños. Mientras se mira en los espejos de la pista, trata de recordar dónde ha visto esa cara antes.

12 años atrás, en un basural del conurbano: "Ves el dedo sin uñas de tío Luis, que gordo es y como crece, tocalo, acarícialo, pasale la lenguita, viste que caliente está, que duro está, que grande se pone, y lo vas a sentir en el culito, mi amor…La voz del tío Luis, es gruesa pero agitada, tiene miedo a que los descubran, ahí en el pasto, donde él , ese niño de seis años recién cumplidos, yace con el culo al aire, completamente sometido a los deseos del hombre mayor. Del tío Luis que siempre amenaza: "Si le contás a alguien te mato."

3,40 am . La misma disco gay. El narigón se cansa fácilmente, no está en condiciones para bailar esos ritmos rápidos y menos seguirle el ritmo al rubio de ojos verdes. Y de pronto Esteban se queda bailando solo, frente a los espejos que giran en la discoteca y no puede parar. Bailar le sirve para sacarse de la cabeza, los recuerdos oscuros que lo torturan, bailar le permite ser el príncipe que nunca fue ni será. El mundo por fin queda a sus pies, y el tiempo sólo es esa música repetida y primitiva. Música al mismo tiempo tribal y artificiosa. Sigue bailando hasta que la pista desierta le indica que es hora de detenerse, de volver a la realidad, volver al anonimato y a las sombras. La velada termina.

Se despide del Narigón: y cuando lo hace presiente que no se volverán a ver. El tiene un olfato especial para anticiparse a las pérdidas y a los abandonos.

Pasan tres chicos muy afeminados, cantando una canción que hicieron famosas unas lesbianas hace unos años, y con sus voces aflautadas impulsadas por el alcohol llenan la noche como un temblor que salpica la calle desierta.

5,50 a.m. Salida de la disco. En la esquina esta el osito de lentes. Sólo. Parado contra una pared oscura mojada por la lluvia que ha dejado de caer, fumando un cigarrillo, con una pierna contra el muro decorada con un "graffiti" obsceno El gordito está mirando en su dirección. Esteban se imagina que lo está esperando. Que salió antes de la disco, sólo con la intención de interceptarlo y conversar. Lo mira mejor, es corpulento más que gordo, cuello grueso en el que se adivina un vello espeso, espaldas anchas, no es demasiado alto, tiene piernas gruesas enfundadas en un pantalón oscuro, pies grandes dentro de zapatos de suela de goma: parece un jugador de rugby retirado o un entrenador excedido de peso. Quizás es un ex boxeador. O guardespaldas de alguien. Salvo por los anteojos de vidrio espeso.

Cuando lo cruza, se miran, como se han mirado toda la noche. Primero con cierta timidez, luego con insistencia, con la curiosidad de dos perros que no se conocen. Cómo olfateándose el culo y los huevos. Esteban cruza la calle, y comienza a dar vueltas el parque sombrío donde muy pocas personas circulan a esas horas. Siente frío y se abraza a sí mismo como para protegerse.

Mira para atrás y lo ve. El oso lo sigue, no disimula demasiado bien que lo está siguiendo, que lo está buscando, que está apurando sus pasos para ponerse a su lado. Pero en ese momento Esteban no siente temor: no es la primera vez que participa en este tipo de cortejo gay, donde uno toma la iniciativa de la caza y el otro se deja cazar. Siente los pasos del osito en la hierba, pasos cada vez más frecuentes y más cercanos, percibe el olor a colonia barata del hombre y en un momento hasta siente el aliento del otro en su cuello. Se detiene. El gordo casi lo choca, casi lo embiste, casi se lo lleva por delante. Es rotundamente miope. En la confusión a Esteban se le cae el encendedor y los dos compiten por levantarlo y se golpean en la frente. El gordito parece sonreír: tiene los dientes algo manchados de nicotina y desparejos, un oyuelo muy marcado en una de las mejillas, barba de tres días, los labios secos. El tamaño de los ojos exagerado por el aumento de sus anteojos.

El oso le entrega el encendedor luego de abrirlo y encenderlo por un instante para ver con la llama, esos ojos verdes que lo encandilaron en la disco. Me llamo Lucas, dice. Esteban, mucho gusto, contesta, dándole la mano. El saludo es corto pero el calor de la piel del osito, le hace transpirar. Tiembla y simula que es por el frío y el osito se saca su chaqueta para cubrirlo. Caminan sin hablar hasta el banco de plaza más cercano.

Lucas enciende un cigarrillo y sacándose de los labios se lo pasa a Estaban. Es lindo piensa, un osito lindo, si no fuera por esos anteojos de culo de botella, los dientes desparejos y manchados , ese caminar pesado con los hombros bajos….

Lucas está nervioso como tratando de decir algo para que no se rompa el hechizo, pero fuman en silencio, dejando que el humo se mezcle con la niebla de la madrugada. Comienzan a caminar apenas tiran las colillas, y Lucas le propone ir a su casa. Esteban no tiene adónde ir, falta una hora larga para que pase el primer tren. Se deja llevar, caminan unas cuadras en la noche fría, toman un ómnibus, se bajan cerca de una plaza oscura. En una esquina, Lucas se detiene, saca sus llaves y abre la puerta. Entran por un patio ensombrecido donde una enredadera fragante que en el barrio de Esteban llaman , dama de la noche, perfuma las paredes, el aire libre. Suben a la terraza: por una escalera de cinc con barandas bastante inseguras: allí está el refugio de Lucas. Entran.

La primera impresión de Esteban es extaña: los dos están pálidos, agitados aún por el frio de la calle, la inquietud del encuentro, el deseo que los convoca, el ascenso de las escaleras. Lucas enciende la estufa, una lámpara, corre las cortinas pesadas, pone la radio, y Esteban bosteza. Hace días que no duerme bien. Entonces lo mira. El cuerpo de Lucas es rotundo, pecho fuerte, culo grande, piernas musculosas. Las manos son inusualmente grandes, como los pies. Le dice que tome asiento y Esteban se recuesta casi en la cama, Lucas le saca los zapatos. Esteban no recuerda cuando alguien le ha sacado los zapatos con tanta delicadeza. Lucas tira los zapatos hacia la ventana que da al patio con geranios, y lo despoja también de las medias. Se miran: la mirada de la curiosidad y del deseo de dos náufragos a punto de llegar a tierra firme. Lucas se levanta, camina hasta la cómoda que está contra la pared en penumbras y se saca un arma que deja ahí como si fuera lo más natural del mundo.

Esteban siente miedo por primera vez. El oso miope anda armado. Posiblemente sea un ladrón, o un asesino serial, o un violador de putos. El sólo pensamiento lo estremece. Quiere gritar pero no puede, abre los ojos y el otro nota el susto. "Soy ladrón pero nunca maté a nadie dice Lucas. El otro no lo puede creer. Lucas advierte el miedo. Reconoce al instante los fantasmas que persiguen al muchacho de ojos verdes: se detiene y le dice "no boludo, no soy ladrón. "No pienses mal- sigue-, "en realidad soy vigilador privado en un supermercado." Las palabras no tranquilizan a Esteban quien procura alejar a Lucas de su cuerpo, rechazando los brazos del hombre con determinación y angustia. El otro hace una sonrisa que parece una mueca, y le acaricia el pelo, con ternura, con la misma delicadeza con que le sacó los zapatos. Lucas aprieta su cara y la acerca a la suya y ante de desmayarse, Esteban percibe la boca, los labios carnosos del otro.

Cuando recupera el conocimiento, lo mira a los ojos, y ve en esa mirada miope tanta preocupación que el corazón le da un vuelco y ya no quiere escapar. Esteban ya no tiene miedo. Por primera vez en mucho tiempo, se siente tranquilo, y cuando el otro lo abraza, Esteban se entrega como si fuera un salva vidas, y apoya su cabeza rubia en el pecho peludo del oso corto de vista.

Se besan, y son besos largos, lánguidos, besos con ruido, de enorme ternura y pasión. Es como si al recobrar la conciencia Esteban tuviera un rapto de clarividencia y pudiera entender que ese hombre con quien mezcla saliva, no es su verdugo, sino su salvador. Se desnudan, el oso es una masa de músculos carnes y pelos, una montaña de fuerza y valor, y el chico siente que nada ni nadie podrá atacarlo ya porque el oso lo protege y defiende. El chico busca la boca dura del hombre, y acaricia con su lengua los labios del hombre, como borrándo muchas noches y muchos días vacíos. Como quitando una pátina de sal y pena. Como regando una planta seca por el olvido.

El oso se sienta en la cama, el cuerpo ligeramente sudado, los anteojos nublándole las lágrimas que pugnar por salir, las tetillas erizadas, como sus pelos, y la pija erguida, audaz, dura, gruesa y potente, absorbiendo toda su sangre en el deseo violento que le trae la noche accidentada. Esteban oye una melodía que proviene de la radio que Lucas dejó encendida, y toma al oso de los brazos y lo incorpora, y venciendo su resistencia lo invita a bailar y bailan. Es extraño, confuso, inexplicable: el chico delgado rubio de los ojos verdes, llevado al éxtasis por el gordo miope, que baila con delicadeza y gracia, no obstante que su verga gruesa y erecta, mira al techo y no quiere descansar.

Giran por el piso de madera, una y otra vez, y Lucas lo acaricia por todas partes, por los cabellos rubios, por el cuello blanco, por las tetitas rosadas, por los hombros huesudos. Desde su miopía alcanza a distinguir esos ojos verdes húmedos y sombreados del chico y los besa uno a uno, suavemente como quién besa a un niño recién nacido.

Esteban mira al oso, y sigue bailando. No puede creer semejante agilidad, el calor inusitado que irradian la piel de Lucas, la sangre de Lucas, las manos, los brazos de Lucas. Percibe temblando la necesidad del cuerpo caliente y excitado que se le entrega en ese abrazo que la música impone en los dos hombres que bailan. Se estremece. La piel se le pone de gallina. La pija se le para , rotunda , flaca, fuerte, y juega con la verga del hombre tan dura y húmeda como la suya.

Lucas lo levanta del piso, y Esteban cree flotar, mientras rodea con sus piernas la cintura de Lucas, y siente las manos grandes del hombre acariciar su culo, sostenerlo, apretarlo contra el cuerpo velludo y sudado, como si se apropiara de un muñeco de carne. Su culo se dilata, siente la necesidad, el deseo, la calentura: quiere que la verga de ese hombre penetre su orto , se somete, está totalmente entregado a la fuerza, a la pasión del gordo peludo y miope.

Antes de terminar en la cama, comiéndose el uno al otro, lamiéndose mutuamente los cuerpos, arrebatados y calientes como perros en celo, Lucas busca su boca, busca desde su visión limitada, los labios de ese muchacho desesperado que es su presa, y también su cárcel. Y en la oscuridad que todavía no revienta el día, encuentra esa boca, y las lenguas se unen, las salivas se conocen los deseos se fusionan, los dientes se mordisquean, los cuerpos se arriman, se unen, se poseen.

El oso recorre su cuerpo besándolo, despertando hasta la última célula muerta, desplazando los fantasmas, liberando los sentidos, cerrándole la puerta a los malos recuerdos, a las pesadillas recurrentes , lamiendo sus huevos, su pija, el corredor tortuoso que lleva hasta su culo. Y siente la cara barbuda, acercándose con la lengua caliente hasta su culo y a la primera pincelada grita, gime, llora, canta, y se va dilatando anticipándose a la pija deseada, la verga gorda, dura, oscura y potente que se va metiendo despacio, casi sin hacer ruido y sin pedir permiso, en el interior de sus tripas.

Lo siente, siente la pija gruesa que lo penetra y cree que es tanta verga que terminará por salir por su boca, que recorrerá su cuerpo como una serpiente ondulante hasta llegar a su cabeza, y asomará potente mirando al cielo y gime, grita, putea, maldice, goza, disfruta la espada de carne del macho que lo invade y lo descubre, que lo domina y posee y no grita el nombre del otro, porque no lo recuerda ya, porque en ese momento animal y salvaje , los nombres ya no existen, sólo los cuerpos que se chocan y se invaden, y apenas se oye el suspiro de la carne que anticipa y llama al orgasmo: la dulce locura que se va formando en algún rincón remoto, mientras los cuerpos se friccionan y estremecen, y en el próximo espasmo, se hacen llanto y leche, agonía y éxtasis, dicha y dolor, y mueren para renacer.

Domingo. 9,00 a.m. Una habitación precaria en un rincón de la ciudad. Como un pajarito perdido en el inmenso cielo, anónimo y gris como los gorriones libres, nos posamos en la ventana. Miramos curiosos. Abrimos los ojos para no perdernos un solo detalle. Se ve a dos hombres abrazados dormir tranquilamente sobre una cama deshecha. Uno, el más grande, el más fuerte, el más poderoso, pasa su brazo por el cuerpo desnudo del más joven, del más débil, del menos poderoso, como si lo protegiera del sol y de la lluvia y de todos los peligros. Sobre la mesa de luz, unos anteojos de fuerte aumento cuyos lentes parecen multiplicar la paz de ese lugar diminuto de la tierra.









Autor del relato : Anonimo

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